Wednesday, September 03, 2008

prólogo a un tablero de ajedrez

Septiembre es uno de esos meses que nunca me gustaron demasiado a pesar de mi apasionada relación con el trabajo. El verano amarillo y cargante como siempre se ha bebido algún que otro átomo de mi oxígeno aunque también me ha bañado de lluvias esperadas y nieblas renovadoras… Londres es el mejor balneario, el metro, la mejor sauna y Oxford hasta ahora, la ciudad donde no me importaría pasar años de mi vida paseando por sus infinitos y a veces, solo a veces, aburridos jardines de la mano de uno de tantos libros que aún he de leer. Exquisita propuesta para pasar la vida.
Los libros son capítulos en la vida del lector, es extraña la sensación del subjetivismo, el calidoscopio de la mente y común supongo la sensación de ver palabras escritas para el individuo que las lee. Me aburre, cada día me gusta más el arte por el arte, aunque, siempre hay alguno que permanece, que duda cabe, quién podría olvidar aquella exquisita edición de Nada… Lo cierto es que vienen a mis manos como encaminados por aquel hilo que los antiguos denominaban “fatum”… suerte, destino, habría que revisar el concepto porque cómo podría explicar la conjunción de Moby Dick y Hammlet en un par de meses en mi relación con la página impresa… cada día ratifico sin miedo a equivocarme que el arte vanguardista es ciertamente el mejor espejo de la vida, estaban equivocados los realistas, es imposible fijar la luz y su atardecer, el cubismo es la religión incuestionable del hombre del siglo XXI o al menos la mía.
Genética y ciencia, amor o química… Tenía una lista interminable de anotaciones, vocablos sueltos en mis bolsillos que me evocaban cada una de las sensaciones que todo este tiempo me ha evocado, olores, suspiros, ira, tristeza, arena, sol, “gintonics”, autobuses rojos, cafés geniales, cigarrillos oxigenados, literatura, castillos, y… de nuevo aquí, son tantas las palabras que debería utilizar que me abruma pensar que he de escribir tanto, recordar tanto, arrepentirme, olvidar y vivir. Decía Cela que el buen escritor tenía que ser ordenado, la técnica se aprende, sólo es cuestión de engarzar cada uno de los argumentos y la obra de arte nace. El orden me enamora pero creo que no acabo de conseguirlo, evidentemente, mi técnica de engarzar palabras es algo más mía, más sencillamente particular por consiguiente, Cela seguirá siendo mi maestro. El orden, ese espejo inverso del caos, precioso mito de las supuestas estrellas revueltas me tienta a que empiece a pasear de su mano pero será que genéticamente ahora sí no puedo separarme de mi característica mirada al horizonte y entender que el tablero de ajedrez está perfectamente dispuesto para seguir el juego. El caballo se aparta y el alfil camina en diagonal hacia el invierno, cafés y tardes interminables. Sólo necesito la lluvia para que mis pupilas descansen y vean aún más claro que quizá no sea mala idea andar descalza: un nuevo capítulo de la eterna metáfora de la literatura. Queda firmado, pues, el prólogo.