Ahora las nubes se difuminan en el horizonte, un día tras otro, paso lista al calendario y las faltas de asistencia son siempre inexistentes. Puedo apreciar con detenimiento cada amanecer, cada aurora, cada veta rojiza por sorpresa, los cerúleos imponentes y estables, el empolvado algodón y tímido de las nubes que quieren ser por segundos niebla… sólo algunos días, la lluvia, huidiza, mi eterna amante que se niega a bañar mis pupilas enamoradas de húmeda humedad en el ambiente.
La pasada tarde cayeron las primeras hojas perfectas de otoño. Descendían despistadas como recortadas por unos dedos de cuatro años en sus primeras clases de colegio. Los tonos, como siempre, entre canelas y calderos, como cada año, los colores se visten de uniforme tras la primera y el amarillo verano. Las hojas perfiladas y despeinadas, ejemplo de otoño reclicado.
El azul brillante inunda mis mañanas tras cruzar la transparente barrera de los espejos para rodearme con los primeros besos helados de un invierno impuntual pero por suerte inminente. Los brillos se apoderan de los encerados y se disfrazan de verde como los olivares que enmarcan cada una de las ventanas y vidrieras. El polvo de la tiza se ha mudado a mi nariz y ha decidido quedarse para siempre tras hacerse amigo de mi infinita sonrisa. La alegría se viste de monemas y la literatura de ilusiones maravillosamente realistas, fuera ya de inútiles sueños de románticos inspirados, ahora en mi momento posmoderno, disfruto del humor absurdo y la hermafrodita mezcla del collage electrizantemente natural de la realidad real. Los pasillos enormes, larguísimos, colmados de vida, de mi vida, mi objetivo y objetiva, en concepto y actitudes, y la transversalidad olvidada, ahora competencia de juguete dibujada por mí… crisol de programaciones, caliz de presentes, sueños archivados, desorden de sonrisas por ausencia de suficientes anaqueles en mi biblioteca de Babel.
La pasada tarde cayeron las primeras hojas perfectas de otoño. Descendían despistadas como recortadas por unos dedos de cuatro años en sus primeras clases de colegio. Los tonos, como siempre, entre canelas y calderos, como cada año, los colores se visten de uniforme tras la primera y el amarillo verano. Las hojas perfiladas y despeinadas, ejemplo de otoño reclicado.
El azul brillante inunda mis mañanas tras cruzar la transparente barrera de los espejos para rodearme con los primeros besos helados de un invierno impuntual pero por suerte inminente. Los brillos se apoderan de los encerados y se disfrazan de verde como los olivares que enmarcan cada una de las ventanas y vidrieras. El polvo de la tiza se ha mudado a mi nariz y ha decidido quedarse para siempre tras hacerse amigo de mi infinita sonrisa. La alegría se viste de monemas y la literatura de ilusiones maravillosamente realistas, fuera ya de inútiles sueños de románticos inspirados, ahora en mi momento posmoderno, disfruto del humor absurdo y la hermafrodita mezcla del collage electrizantemente natural de la realidad real. Los pasillos enormes, larguísimos, colmados de vida, de mi vida, mi objetivo y objetiva, en concepto y actitudes, y la transversalidad olvidada, ahora competencia de juguete dibujada por mí… crisol de programaciones, caliz de presentes, sueños archivados, desorden de sonrisas por ausencia de suficientes anaqueles en mi biblioteca de Babel.