Las ventanas de mi cuarto no tienen rejas, el aire entra y sale sin pensarlo, se desnuda entre los visillos y hoy, de nuevo roza mi frente. Hoy me apetece volver a escribir y más si mi colaboradora y amiga (Deke) me requiere. Antes que nada quiero aclarar desde este editorial, que se os devolverán los minipagos de los días que me he encontrado ausente. Mis disculpas. Como pinceladas expresionistas será la redacción de las aventurillas que corrió mi humilde persona el fin de semana que nos precede.
Tras perder el Ave de las trece horas por un atasco insufrible, no por la impuntualidad que me caracteriza, os lo a seguro, me monté en el siguiente tren. Me despedí de quien hasta allí me había llevado, de ojos coloreados de verde y corazón vestido siempre de blanco.
El señor A.R. me recogió quince minutos más tarde de mi llegada por atascos de la capital andaluza. Sin más bromas de Cronos, me encontraba una hora y media antes de la que me habían citado en el harto conocido Instituto Gustavo Adolfo Bécquer, en Triana. Antes que nada tengo que matizar que esa idea tan sevillana de encumbrar el barrio trianero debe ser desmentida a día de hoy. Sin desmejorar algunos emplazamientos pero reducidos, debo decir que la tal barriada adolece de falta de limpieza entre otras cosas, y que si es cierto que los dioses me regalan aprobar estas oposiciones, no será mi persona quien sea vecina del barrio más tradicional de la urbe hispalense.
Pues bien, tras casi sufrir una deshidratación por los cuarenta y más grados que marcaban los termómetros más discretos, abrieron las puertas del centro, y cuando soñaba con la oleada de aire frío y artificial de los acondicionados, me encontré con un bochorno de temperatura ambiente con buenos fines, claro, evitar los enfriamientos de los opositores. Llegaba la gente y a las cinco y media nos condujeron al salón de actos. Nombraban y me nombraron y pasé. "Carpe diem" era el lema que estaba tallado en el frontal del muro de enfrente. Buen comienzo. El resto de la presentación podeis imaginarla, mucho calor, ventiladores sesenteros y pequeños, mucha gente en una habitación pequeña y falta de asientos. Yo, por suerte, encontré una silla, que quedaba en primera fila y que no dudé en ocupar, por la comodidad del asiento y de la primera fila, en la que me he sentado desde siempre. A la salida, de nuevo el señor A.R., me esperaba exhausto por el calor, con el coche refrigerado, con ojos de amor, y con dirección a C.E., un emplazamiento alejado pero de lo más apetecible.
El sábado me levanté a las siete de la mañana, me preparé el primer café de muchos que vendrían y empecé mi jornada estudiantil, tranquila. El mediodía llegó pronto, con él, el almuerzo y la siesta, lo mejor del postre. La tarde no dudé en tomarla por los cuernos y así, a las cinco y media me encontraba ante los papeles. En contra de todas las recomendaciones, dediqué el día previo al estudio y no me equivoqué. A las nueve de la noche cerré todas las carpetas y me emocioné al pensar que ya estaba todo hecho. No podía estudiar más, la suerte estaba echada.
Salí a cenar y a dar un paseo. A las once y media con el pijama puesto y en breve, dormida.
A las seis y media del domingo sonaba el despertador y el móvil, mi madre, mi ángel de la guarda me despertaba cariñosa por teléfono. El señor A.R. me despertaba con un abrazo celeste, de paseo entre las nubes y besos de miel en un día de limón. Cuarenta y cinco minutos más tarde desayunaba un par de tostadas preparadas por el mismo caballero, y tras enfundarme unos vaqueros talla 36, camisa blanca y unos zapatos ideales rojos, me marchaba a la Facultad de Ingenieros de Sevilla, ironías de la vida. La gente se agolpaba a la entrada. Pronto abrieron las puertas, me despedí de mi bello acompañante y subí hasta el aula 207. Con un rosario del siglo pasado cerré mis manos y mis ojos soñando con la felicidad, salieron dos bolas perfectas: el 5 y el 50. El Quijote era tema obligado entre mi selección de cincuenta entre setenta y dos temas. El cinco, lo llevaba y lo repasé por suerte mía, la misma tarde de antes, a la famosa hora taurina, el primero de la tarde, tras la siesta de sabor de nata.
Pasaron raudos los segundos y pronto sonaron las dos campanadas. Salí sonriente del aula 207, con la alegría de al menos poder demostrar justamente el trabajo que había realizado durante dos años y una vida de asomarme a la literatura. En la puerta, el sol del domingo era pleno y celeste, y la brisa perfumaba de cítricos la insulsa facultad de los ingenieros. Sonrisas.
Esperemos los días diez y once del mes siguiente. La adrenalina ahora cotiza en bolsa. Suerte, amigas, me consta que todas hemos saltado la primera prueba,al menos la de las risas, al salir de aquel irracional sorteo de letras.
Pues bien, tras casi sufrir una deshidratación por los cuarenta y más grados que marcaban los termómetros más discretos, abrieron las puertas del centro, y cuando soñaba con la oleada de aire frío y artificial de los acondicionados, me encontré con un bochorno de temperatura ambiente con buenos fines, claro, evitar los enfriamientos de los opositores. Llegaba la gente y a las cinco y media nos condujeron al salón de actos. Nombraban y me nombraron y pasé. "Carpe diem" era el lema que estaba tallado en el frontal del muro de enfrente. Buen comienzo. El resto de la presentación podeis imaginarla, mucho calor, ventiladores sesenteros y pequeños, mucha gente en una habitación pequeña y falta de asientos. Yo, por suerte, encontré una silla, que quedaba en primera fila y que no dudé en ocupar, por la comodidad del asiento y de la primera fila, en la que me he sentado desde siempre. A la salida, de nuevo el señor A.R., me esperaba exhausto por el calor, con el coche refrigerado, con ojos de amor, y con dirección a C.E., un emplazamiento alejado pero de lo más apetecible.
El sábado me levanté a las siete de la mañana, me preparé el primer café de muchos que vendrían y empecé mi jornada estudiantil, tranquila. El mediodía llegó pronto, con él, el almuerzo y la siesta, lo mejor del postre. La tarde no dudé en tomarla por los cuernos y así, a las cinco y media me encontraba ante los papeles. En contra de todas las recomendaciones, dediqué el día previo al estudio y no me equivoqué. A las nueve de la noche cerré todas las carpetas y me emocioné al pensar que ya estaba todo hecho. No podía estudiar más, la suerte estaba echada.
Salí a cenar y a dar un paseo. A las once y media con el pijama puesto y en breve, dormida.
A las seis y media del domingo sonaba el despertador y el móvil, mi madre, mi ángel de la guarda me despertaba cariñosa por teléfono. El señor A.R. me despertaba con un abrazo celeste, de paseo entre las nubes y besos de miel en un día de limón. Cuarenta y cinco minutos más tarde desayunaba un par de tostadas preparadas por el mismo caballero, y tras enfundarme unos vaqueros talla 36, camisa blanca y unos zapatos ideales rojos, me marchaba a la Facultad de Ingenieros de Sevilla, ironías de la vida. La gente se agolpaba a la entrada. Pronto abrieron las puertas, me despedí de mi bello acompañante y subí hasta el aula 207. Con un rosario del siglo pasado cerré mis manos y mis ojos soñando con la felicidad, salieron dos bolas perfectas: el 5 y el 50. El Quijote era tema obligado entre mi selección de cincuenta entre setenta y dos temas. El cinco, lo llevaba y lo repasé por suerte mía, la misma tarde de antes, a la famosa hora taurina, el primero de la tarde, tras la siesta de sabor de nata.
Pasaron raudos los segundos y pronto sonaron las dos campanadas. Salí sonriente del aula 207, con la alegría de al menos poder demostrar justamente el trabajo que había realizado durante dos años y una vida de asomarme a la literatura. En la puerta, el sol del domingo era pleno y celeste, y la brisa perfumaba de cítricos la insulsa facultad de los ingenieros. Sonrisas.
Esperemos los días diez y once del mes siguiente. La adrenalina ahora cotiza en bolsa. Suerte, amigas, me consta que todas hemos saltado la primera prueba,al menos la de las risas, al salir de aquel irracional sorteo de letras.